sábado, 6 de diciembre de 2008

Gacelas en la melancolía



Creo que las gacelas, cuando son veloces cenizas y tan sólo abarcan el territorio de su sombra, se parecen a la melancolía. Aunque guarden en su boca el gusto irrepetible de la clorofila, la sal, que no deja de ser un cansancio hipertenso, encuera el anverso de la lengua (probad a decir algo sencillo: “día aciago, luz perversa” si las hormigas que adormecen la envenenaron): Un día, otro día y otro día.
Apezuñan arenas repetidas, carboncillos humeantes bajo el contraste de cualquier horizonte, hasta que anochece y se encienden íntimas para consumirse sin brillo. ¿Cómo espabilar a herbívoros sin hierba? Nada es menos apetecible que los gusanos si te devoran gusanos, que el aire si ardes por accidente, que las palabras urgentes cuando de pausa o maniatado enmudeces: Un día, otro día y otro día.
Imagino camadas pendientes de ubres tristísimas, con bigotes de arcilla que el instinto empuja hacia el alma (por decir lo de adentro), secando lo enviciado por el rocío, testando el aire que se detuvo a medir desiertos. Crece la alerta: ¿Qué depredador o duda atacaría siluetas, cuando ni los fúnebres revolotean? Pero no es alarma por la vida, sólo hambre atenta, hartazgo de lo repetido: Un día, otro día y otro día.
 

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